Se trataba de un tenderete enmarcado por vivos colores en tonos ocre y violáceos, con una trastienda y por delante su correspondiente escaparate, sobre el cual no se había depositado nada en absoluto.

Las pálidas manos de Hú, cobijadas bajo la sombra del toldo se esmeraban en el reiterativo ejercicio de la copia de símbolos. Una y otra vez grababa en el pergamino que yacía sobre sus piernas las mismas formas, hasta llenarlo por completo.
No hubo siquiera acabado cuando alguien se lo arrebató de las manos para echarle un vistazo. El culpable frunció el ceño, emitiendo a su vez un resoplido reprobatorio.
- Argh... he engendrado un zoquete. Masculló Kastant, mientras ojeaba los múltiples fallos en la gramática de la albina
- P- pero...¡¿Qué les pasa está vez?! replicó ella, falta de paciencia.
-Repítelo. Imperó él sin darle apenas fuelle a su tono de voz
-Ni siquiera has expuesto la mercancía... Aunque no te he visto traer ninguna. *Informó Hú de lo evidente al cabo de unos segundos de reflexión. El hombre que ya se estaba marchando se volvió hacia ella, enfocándola directamente con su único ojo claro para luego sonreirle*
- Tiempo al tiempo.
La huidiza pentana estaba más que harta de esa coletilla. Llevaba meses viajando entre campamentos, pueblos y algún que otro indicio de ciudad futura, aunque ninguna grande de verdad, tampoco alguna que contase con puerto. Se sentía desorientada y frustrada, con muy poca información en el bolsillo y bastantes callos en las manos de haber estado aprendiendo a escribir a una edad no tan temprana como a la que se debiera comenzar.
La gente que paseaba por el mercado estacional se fijaba ocasionalmente en el puesto vacío y se detenía a preguntar, a lo que Hú respondía siempre igual; "Hemos perdido el producto y tal vez nadie quiera encontrarlo nunca". Ni un solo caminante se quedaba a averiguar más, había demasiado que ver enrededor a tan alegres y burbujeantes callejuelas.
No fué hasta que la tarde se hizo vieja y la partida de Yelm ensombreció el lugar, mientras los otros mercaderes recogían ya hasta el día siguiente, que una mujer envuelta en capas y capas de tela ambarina se aproximó en solitario al puesto vacío, con la cara cubierta por una capucha calada. Mara ya mascaba su escueto refrán cuando la voz de Kastant se hizo oir en su habitual enfatización monocorde.
- Pasa, querida. Te estábamos esperando.
La mujer agitó la cabeza en un gesto de vago asentimiento y se dirigió a la trastienda compuesta por cuatro varas bien ancladas al suelo y un espeso telón de lino enhebrado, una vez dentro apartó la capucha de su rostro, dejando ver los múltiples hematomas que afeaban sus facciones bellas de nacimiento, tenía la cara rota a golpes y un ojo que apenas podía abrir, cuando se sentó en el taburete ofrecido por la albina, la clienta parecía temblar tanto como un junco frente a un vendaval
La mujer respiró hondo antes de hablar y dirigiéndose a los presentes dijo - Quiero cambiar de vida.
Después de decir esto y ser agasajada con un té y dulces de calabaza la mujer narró su historia entre algún sorbo que por su expresión, le resultaba reconfortante.
Ella se llamaba Asselia y era la segunda hija de un hombre que tras su paso por la militancia obligatoria se había dedicado por entero a la agricultura, con buenos resultados para él y para su familia, dotándoles de esta manera de cierto bagaje económico y fama por sus buenos productos. Asselia aseguraba haber sido inmensamente felíz en su infancia y juventud, habiendo vivido muy pocas penurias y recibiendo un trato de lo más amable por parte tanto de sus progenitores como de sus semejantes. Era así de tal modo que incluso en el día en el que ella comenzó a considerarse casadera, pudo escoger con cual de sus principales pretendientes contraería nupcias, teniendo el beneplácido de un padre cariñoso que solo deseaba el mayor bienestar para ella.
Sin embargo no todo es siempre de color de rosa, y con el fallecimiento de tan buen hombre, sus tierras habían ido a parar en herencia a sus dos yernos, para que estos se encargasen de sustentar a sus dos hijas y mantener el nivel de vida al que estaban acostumbradas. Sucedió así para Issilia, la hija mayor, pero no para ella, que recibió el profundo y casi repentino varapalo de desenmascarar la verdadera identidad del hombre con el que recientemente se había casado. Un desgraciado derrochador y malitencionado, amigo de las calumnias y el vicio carnal, que aunque sin pruebas concluyentes como para acusarlo, Asselia sabía que cometía con otras mujeres de su misma catadura moral. Le golpeaba con frecuencia, y bien era cierto que apenas quedaba de riqueza en las arcas de la herencia un poco de efectivo y algunas joyas que había conseguido esconder y ahora reposaban en el regazo de Kastant.
Cuando hubo acabado su historia y el tuerto y manco hubo tasado el valor de la joyería, Asselia recibió una manta e incluso un beso en la mejilla. Pronto cambiaría de vida, tal y como solicitó al extraño comerciante que, aparentemente, no vendía nada en absoluto.